Estos son los últimos días con clima templado en La Paz. Ya se siente el verano paceño. El calor llega antes al centro del país y nos recuerda que aquí, en el desierto sudcaliforniano, el tiempo y el cuerpo habitan a otro ritmo, de otro modo.
Mientras en el noreste enfrentan una ola inédita de calor, acá los últimos vientos frescos preparan al cuerpo para lo que viene: calor persistente, aire seco, noches cortas y la amenaza de una temporada de huracanes más intensa e impredecible (que, por cierto, no garantiza que vaya a traer la lluvia que tanto necesitamos; el año pasado nos quedamos esperando, y este tampoco pinta para ser generoso).
En este desierto sudcaliforniano, el tiempo y el cuerpo habitan distinto. La paciencia también.
Esta semana, el gobernador anunció acciones para prevenir daños por desastres naturales. Se habló de fondos, de coordinación interinstitucional, de pronta recuperación. Todo es necesario.
Pero en un contexto de crisis ambiental, ¿es suficiente prepararse para la emergencia? ¿No sería más eficiente sembrar desde ahora un modelo territorial que prevenga la pérdida, que disminuya el daño, en lugar de simplemente correr detrás de la tormenta?
Porque el calor también es político. Y se vive, se resiste y se padece de manera desigual.
Una ciudad con más concreto que árboles es una ciudad que arde. Las superficies duras absorben y amplifican el calor; los coches lo multiplican; la falta de sombra lo encierra.
En verano, las banquetas sin árboles pueden alcanzar hasta 70 °C en su superficie, irradiando calor directamente al cuerpo. Son intransitables, especialmente para quienes caminan, pedalean, esperan el camión o trabajan al aire libre. En estos casos, el calor no es solo una molestia: es una forma de exclusión.
El diseño urbano influye directamente en cómo se vive, o se sufre, el calor. Más concreto y más coches agravan la sensación térmica. Más vegetación y espacios caminables y pedaleables la reducen.
Porque el arbolado urbano no es adorno: actúa en tres frentes: bloquea la radiación solar, refresca el aire a través de la evapotranspiración y puede mejorar el confort térmico hasta en un 60%.
Así, el futuro no solo se juega en grados centígrados, se juega en decisiones de infraestructura.
El urbanismo puede contener en lugar de quebrar
Calles arboladas y vegetadas, jardines de infiltración, suelos vivos. Espacios públicos diseñados no solo para circular, sino para descansar, convivir, respirar.
Infraestructura verde y Azul (IAV) propia del desierto: corredores de sombra con especies nativas, sistemas de captación e infiltración de escurrimientos intermitentes, suelos que retienen humedad.
Soluciones basadas en la Naturaleza (Sbn) que no imitan otros climas, sino que respetan el ritmo del ecosistema árido. Infraestructura que no impone, sino que acompaña: que se adapta al clima, que se anticipa a los riesgos, que ofrece cobijo en vez de exposición.
Prepararse no es solo tener camiones y albergues listos. También es diseñar barrios con sombra, banquetas que no quemen, espacios públicos que retengan agua.
Prepararse es sembrar resiliencia antes de que llegue la tormenta (aunque, para ser honestos, no está garantizado que esa tormenta venga).
Por eso, necesitamos pensar la ciudad como un sistema vivo. Un ecosistema urbano capaz de: captar y filtrar el agua de lluvia; refrescar el aire y el suelo; conectar hábitats y comunidades; sostener la vida cotidiana, incluso cuando el clima se vuelve hostil.
A eso apuesta la Red de Infraestructura Verde y Azul (RIVA): una herramienta que reconecta el territorio, en vez de fragmentarlo.
Desde la cuenca hasta la banqueta, desde el arroyo hasta el humedal, propone una red de nodos y corredores que regeneran el suelo, promueven biodiversidad y ofrecen sombra, hábitat, refugio.
Pero la RIVA no es sólo técnica, es política y también es afectiva. Surge del diálogo entre sectores, del conocimiento situado, del deseo de cuidar lo común.
Puede ser un puente entre instituciones y comunidad, una forma de gobernanza que reconozca la urgencia climática sin perder de vista lo esencial: la vida humana y no humana que sostiene este territorio.
Eso también implica frenar la expansión urbana sin sentido. Proteger las zonas de recarga. Regenerar lo que ya se degradó. No todo lo que puede construirse debe construirse. No todo crecimiento es desarrollo.
Estos años he tenido la fortuna de conocer, habitar y defender este pedazo de territorio peninsular, conversar con personas que sienten el calor de otra manera: no como dato, sino como experiencia.
Personas que han resistido desde el cuerpo, desde la tierra, desde el cuidado cotidiano. De ellas he aprendido que el cambio empieza cuando dejamos de ver al territorio como obstáculo y comenzamos a escucharlo como aliado.